Le acompañaba el latido de aquel viejo reloj, su tic tac retumbaba en la estancia. Aquel sonido amenazante, le hacía recordar que no tenía prisa por llegar a ninguna parte.
Sentado en el sillón de las horas perdidas,
paseaba la vista por las paredes desnudas,
un ocre enrarecido y deslucido, le devolvía la mirada con la misma apatía que sus ojos.
Migajas de algún desayuno olvidado,
se esparcían todavía por la pequeña mesa auxiliar, que hacía ya tiempos… ejercía de prima donna; pero ya, que importaba, sabía que al final tendría que optar por convertirla en combustible, haciéndola añicos para arrojarla a
la chimenea.
Su cabeza repasaba constante he incansable el «orden del día»:
Nada!, nada salvo alimentarse y alimentar
a sus dos pequeños animales de compañía,
leer los enunciados de alguna revista en los quioscos, o noticias retrasadas en cualquier periódico abandonado sobre algún banco.
Sabía que pronto todo desencadenaría en una máxima precariedad, pues «todo», está encadenado, los días felices tiran de la mano, los malos… de todo el cuerpo.
Pensaba en su cabello, recordaba con orgullo como se jactaba ante sus amigos y compañeros de trabajo, de que ni con la edad, este hubiese despoblado ni un milimetro de su cabeza. Sonriente, hundía sus dos manos en él, y las deslizaba enérgicamente desde la nuca hacia la frente, desde la frente hacia su nuca. Lo que antes le había parecido una bendición, ahora se había convertido en otro pesar que obstaculizaba el tirar de su vida, aunque… vida, era una palabra que para él había dejado de tener mucho sentido.
Cuánto le habría favorecido haberse quedado calvo, ahora no tendría que volver a cortar cabello y barba con esas oxidadas tijeras, que más que cortar mordían, y vocados de pelo la alfombra que iba cubriendo el suelo, a jirones los mechones, como un loco… su aspecto.
Recordó a su antiguo barbero, siempre que lo hacía una sonrisa le cruzaba el rostro,
( si lo viera ahora…) lo imaginaba con la cara totalmente descompuesta, las manos cubriendo su boca para ahogar uno de aquellos grititos suyos, afinados y agudos, como el quejido de un gato al que le han pisado el rabo. Era un tipo delicado, de sonrisa fácil, que se desplazaba a pequeños saltitos; si, sus gestos, ademanes, todo él amanerado, pero su educación y trato para con él, habían sido realmente exquisitos.
Hacía ya tiempos que había tenido que prescindir de sus servicios, ni siquiera había vuelto a pasar por su calle.
Si al menos tuviese una maquinilla a mano…
pero nunca pensó en comprarla, y ahora no podía ni comprar cuchillas desechables.
Con la vestimenta aún podía desenvolverse bien, dentro de lo que cabía, porque caber… cabían tres como él, tanto en cualquiera del par de pantalones decentes que le quedaban, como en su camisa de vestir, o en aquellos ya desvocados, jerséis de lana.
No es que hubiese sido alguna vez un hombre corpulento, fuerte, ni tan siquiera jamás había estado gordo… un físico normal, (solía decirse), mas la perdida de peso se hacía más que notable dentro de aquellos harapos.
Desde que dejara de disponer de agua caliente, la ropa parecía haber envejecido tanto como lo había hecho él.
Dos años… tan solo habían pasado dos años desde que había perdido su empleo, que aunque precario y mal remunerado le permitía vivir como un serhumano.
Supo desde el primer momento en que finalizó aquel contrato, que difícilmente podría acceder a otro.
Trabajar había ido trabajando, recogía cartones y chatarra que después vendía, solo que ya no disponía ni de vehículo para acumular cantidades que pudiesen resultarle rentables, en el cómputo de liquidez que podría conseguir; al poco ni siquiera pudo dedicarse a ello, ese insoportable dolor de huesos y espalda, era tan incapacitante…
Por aquel entonces, también limpiaba los cristales del bar de su amigo Antón, y este además le ofrecía un bocadillo, agua o algún refresco, pero Antón había tenido que echar la persiana de su negocio, y probablemente… para siempre.
Cuando contemplaba su vida de ahora,
la imaginaba, como una pesada cadena en el filo de un precipicio soltándose progresivamente, poco a poco, eslabón tras eslabón, deslizándose hasta caer definitiva al abismo.
Sin trabajo, sin dinero, sin dinero, sin recursos,
sin recursos… no hay vida.
Había empezado por recortar gastos, no había dinero para gasolina…
se desprendió de su viejo automóvil; logró con mucho apuro que un desguace le diera un puñado de euros, con ellos pagó gastos retrasados de casa .
Más tarde,
ya no pudo llenar el depósito de gasoil de la caldera, por tanto, prescindió de agua caliente y calefacción, sabía que a nada le tocaría prescindir también de la luz, y eso que se la ahorraba en todo lo que pudiese. Tiraba de velas y leña, calentaba su comida y cuerpo en aquella chimenea, devoradora feroz, que había consumido
casi la totalidad de sus muebles.
Ya ni siquiera podía acudir a ninguna entrevista de trabajo, su aspecto, aunque limpio, mostraba un ser desaliñado y desvalido.
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«Cuando los otoños tempranos
para las manos en los bolsillos,
cuando tardíos para
remangar las mangas,
cuando ni pan ni cebolla,
cuando ni hay, «un contigo»,
es el ser al limbo social,
limbo exclusión,
exclusión decadencia,
decadencia, precariedad,
precariedad…»
(Leía en la hoja de
una libreta, donde solía entretenerse
escribiendo o grabateando). Era incapaz de terminar ese verso, por lo que decidió
dejarlo así, como si de final abierto a la esperanza; aun así cada día, al término de este, regresaba a su escrito, leía y buscaba en su mente, el broche, posibilidad.
Como cada día al caer la noche,
tras tragar sus rebanadas de hambre, envolvió su cuerpo entre cartones, desplegó la desgastada manta y cubrió por entero su cuerpo.
Tal vez mañana algo extraordinario llamara a su puerta, o tropezase con ello por la calle al doblar cualquier esquina.
El sueño y el frío vencieron pensamiento y deseo, y se quedó dormido como un niño.
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-Eh!, señor despierte!, se encuentra bien?,
-Me escucha?.
-No responde compañero, tómale las constantes.
– No hace falta compañero, este hombre está muerto, llamemos a la ambulancia.
Bajo un banco de un pequeño parque de la ciudad, descansaba ya para la eternidad
«El loco», ese hombre sin edad ni palabra, mendigo que llegó un día de hacía ya casi cinco años, para establecerse en aquel parque. De día permanecía oculto tras los árboles, y sólo entonces si alguien hacía oído, podía escuchar su voz, una voz cálida y grave manteniéndo laberínticos soliloquios interminables.
De noche, yacía bajo aquel banco de siempre.
Nunca habló ni molestó a nadie, y a pesar del nombre con el que le habían bautizado, las gentes del lugar le llevaban comida
de cuando en cuando.
Envuelto entre cartones y un viejo retal cubriéndo su rostro,
«El loco» por fin
había encontrado su suerte,
su qué, extraordinario.
Alzado como un rey,
se vio transportado
hacia una carroza,
tirada, por seis negros corceles,
formaban la comitiva,
un gato viejo
y un perro escuálido,
en paso firme y vehemente.
Sonriente,
por una de las ventanillas,
sacó el brazo para despedirse
de las gentes.
Mientras,
un viento sacudía
una decidida barba,
y una gran maraña alborotada,
que él atusaba con mimo,
deslizando sus manos…
desde la nuca hacia su frente.
A la estela de su paso,
vuela un verso inacabado,
entre polvo libremente,
polvo lo termina,
en polvo acaba,
polvo que de broche… prende.
*Pan de a nuestros días, que rebanadas de hambre.- JOff
